Sentada, con su cabellera artificialmente negra, sus amenazantes ojos de puta digna, de pueril casquivana... me pide a tres voces, en do mayor
(sostenido, sostenida), que aclare sus más oscuras aguas, que la bañe con mi cristalino verbo, para ser, para creer, para dejar, para perder. Y yo, desconocedora de la acepción indigna que derrite la cera que cubre la farsa de bronce, le lanzo mis más supinas disquisiciones, aunque ella ni siquiera entienda, aunque me repita y me reclame, que a veces sus lágrimas también desembocan en la finitud de sus pezones, que en ese momento reaparece el miedo.