Tiza Mojada: Relato para un adiós

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junio 01, 2014 

Relato para un adiós

Camino en la noche con un paragüas y una maleta, los dedos se sienten de hielo, no sé que hago en Nueva York, no sé porqué es primavera y llueve, no entiendo porque estoy mojada buscando un hostal que no he reservado. Me pregunto porque lo busco, porque insisto, porque le hago caso al maldito corazón, cuando es inútil, cuando ese amor no es mío y ni siquiera sé si es amor.

Subo con la maleta a cuestas cuatro pisos, ingreso al cuarto azul de cuadros de cebra buscando el piso dos de un camarote como de cárcel, en la cama de abajo duerme un inglés rapado, tatuado y casi gordo. Se despierta y me saluda en la penumbra, me dice en inglés que no subestime las camas, "Se ven terribles pero son cómodas". Le creo. Sigue durmiendo.

Busco con desespero el cable que me conecta a la dependencia, botón azul, cuatro círculos que se entrecruzan, pantalla de pocas pulgadas que ilumina todo el cuarto para revelar la verdad: no debo estar ahí, pero mi corazón, mi cerebro es terco, temiblemente terco. Ningún ícono trae sus letras, ni su llamado, le escribo como mendigando un lugar en su vida, afirma que casi no tendrá tiempo "que el fin de semana será imposible", me armo de valor para recibir lo que venga, prometí no llorar ni armar drama, pero sólo necesito estar cerca para comprobar que toda mi vida ha sido fantasía, idealización y mentiras.

Me encierro a puertas abiertas en el restaurante del hostal, llueve, es primavera y llueve, me refugio en las tareas pendientes que puedo hacer para que la gente sienta que no me he ido, que estoy ahí y aquí, me sigo preguntando por qué viajé. ¿Por qué?

No entrego ningún pendiente. Le escribo como llamado de auxilio a mi compañera de infancia, la que por el asesinato de su padre debió dejar el barrio, la ciudad, el país y refugiarse en Brooklyn : "¡Veámonos por favor!". Salgo con mis botas rotas y el mismo paraguas pobre que voltea el viento. "No debo esperar nada, no debo esperar nada, repito". Me meto en el metro y lo pienso. Recuerdo cuando puso por primera vez la cabeza en mi hombro y sentí miedo. Yo no quería enamorarme, yo no fui ahí a enamorarme, yo no buscaba eso. Entonces alguna de sus ocurrencias graciosas viene a mi cabeza y sonrío. ¿Por qué lo quiero?

Me bajo en Madison Street, y el cielo se ha desplomado sobre Manhattan, Juana me espera en Argo y yo no sé dónde queda, camino bajo la lluvia que vuelve a voltear mi paraguas y estoy mojada, sin conexión, sin vos, sin mí. Miro al Flatiron, recordando que por ahí cerca lo esperaba para verlo y olerlo disimuladamente. Sigo caminando con el recuerdo mojado, la piel encharcada, y ahora unas cuantas lágrimas que se pierden con las de la lluvia. No doy con Juana María. Me escribe que me quede quieta y la espere. Al llegar, la abrazo como si me fuera a morir.

"No espero que llame, no espero que me quiera, sólo espero que se me quite ese deseo de estar con él para siempre, de envejecer juntos rodeados de discos y libros y sin hijos. Pero necesito comprobar con mis ojos que no vale la pena, que él no es, que yo no soy, que lo he idealizado". Juana, me escucha y me seca las lágrimas con una servilleta, no sabe cómo aconsejarme, pero repite, como todas las amigas: "No eres su novia, ya existe una novia". Y entonces, en medio de mis sollozos, el electromagnetismo ingente me trae sus letras para decir que vayamos a comer. Sobresalta mi espíritu y le digo a Juana que debo ir, que quiero ir... entonces me mira como una madre cuando su hijo se ha golpeado con algo, y me dice que esté tranquila y vaya, que sea fuerte.

Minutos después en un Starbucks, abrumada de no estar vestida linda, con miedo de sentir lo que siento, con pena conmigo misma, lo veo entrar por la puerta, quisiera saltar a abrazarlo y llenarlo de besos, decirle que lo extraño, que lo pienso todos los días de mi vida desde el verano del 13. Pero me guardo lo que siento, como siempre, respetando la distancia que yo misma creé, al entender y repetirme que su necesidad era sólo conocerme, y que en su vida ya había alguien primero que yo.

El tiempo se pasó muy rápido, ya no recuerdo ni que hablamos, ni qué dijimos, ni qué comimos, sólo estaba concentrada en no perder ningún detalle de su cara, de su olor, de sus formas, de sus manos, de sus ojos que echa para atrás cuando cuenta algo. Horas después entre tragos, en algún bar inglés donde va a ver fútbol, me diría que el día que encuentre a la mujer que es, lo va a dejar todo... entonces comienzo a llorar, como la niña chiquita que nunca he dejado de ser, lloro, como la niña chiquita que posiblemente jamás será esa mujer.  Lloro y me mira llorar pero no entiende, e ignora lo que significa para mí, lo beso y sé que todo está mal, que siempre ha estado mal y que no podré ser fuerte.

Y no fui fuerte, y no pude contener el deseo más de un día, y no supe manejar el dolor de las botellas de mezcal en su cuarto, tras mi cuerpo desnudo succionando mi propia miseria, y no pude dejar de pensar en el viaje que hará pronto hacía ella, ni en la tarjeta que en su mesita de noche confirma boca abajo los nombres y apellidos de su mujer torrente. Al final, sin piedad y sin ego, me permito darle placer a mi cuerpo aislado, mi cuerpo solo, vacío de miedo, vacío de amor, vacío de todo, mi cuerpo que recogerá antes del amanecer uno a uno los despojos del sentimiento para desplazarse a otro cuarto y quemarlos con las fantasías, con la banca que mira a Jersey, los colores de Victoria, las canciones de Cohen y Blur, las carcajadas antes de dormir, el baile en un hotel y todos los nimios recuerdos de una mujer que no debe existir ni existirá más, que debe despedirse para siempre de él, de todos y de si misma, una mujer que ya nunca más volverá a mostrar a nadie sus lágrimas de niña chiquita.